
Un día te levantas distraído, miras por la ventana, y descubres que no reconoces ni tu propia ciudad. Levantas nuevamente la vista, no lo puedes creer, descubres que “han barrido el sol de este lugar”.
La orientación solar constituye un criterio básico de habitabilidad, para la cual el giro del damero de la trama penquista en relación con los puntos cardinales resulta favorable, permitiendo que llegue el sol a todas las fachadas. Concepción está fundada sobre el lecho de un río, entre humedales, lagunas y pequeños cerros. Nuestro clima lluvioso, hacen del sol un bien imprescindible. El verano templado y el invierno suave, permiten que con una buena orientación solar, junto a una buena aislación, resulte suficiente para obtener un buen estándar de eficiencia térmica.
Si retrocedemos a uno de los tratados occidentales de arquitectura más antiguos que conservamos, Vitruvio, ya recomendaba en el s. I a.C., tener especial cuidado con la orientación de los edificios para garantizar el asoleamiento. En sus “Diez libros de arquitectura”, encontraremos también un relato donde se expone el origen de la arquitectura recurriendo al fuego, a su calor templado, permitiendo las primeras reuniones, el nacimiento del lenguaje y de la vida en común. Quien no ha disfrutado en torno a un fuego en la intemperie de la noche, su mera presencia construye un lugar habitable en la vastedad del paisaje más inhóspito. Así como el fuego es a la cabaña, constituyendo el símbolo de lo que entendemos por hogar, podríamos plantear que el sol es a la ciudad.
Sin embargo, el escenario del “desarrollo” urbano actual pareciera haberse olvidado de los principios más elementales. Las nuevas torres de departamentos y oficinas que proliferan en nuestra ciudad, atentan contra los criterios básicos de habitabilidad y sostenibilidad. Bastaría con visualizar el crecimiento urbano en diez o veinte años más, una ciudad que se construye dándose sombra a sí misma, un “progreso” que en poco tiempo podría tornarse decadencia. Al respecto, se ha instalado una falacia argumentativa, identificando la necesaria densificación urbana, con la construcción de torres de más de 20 pisos, concentrando abusivamente la densidad sin los distanciamientos mínimos que permitan una calidad de vida razonable. No sólo por la ausencia de sol, sino también, por la pérdida de la necesaria privacidad del ámbito doméstico. Con menos de la mitad de dichas alturas distribuidas de forma armónica en una manzana, se lograrían densidades superiores a las recomendables, mejorando ostensiblemente las condiciones necesarias para una vida saludable.
La normativa actual no incorpora criterios de distanciamientos que resguarden estándares mínimos de asoleamiento. Desde una perspectiva económica, el sol, comienza a ser un bien de consumo escaso, traducible a UF, un valor agregado a la propia sombra construida por el mercado inmobiliario.
Desde una mirada estética, la luz, su resplandor, ha sido asociada a la belleza. El sol, no solo es una fuente de energía que gratuitamente nos otorga calor, nos regala con el milagro de la luz, la presencia sensible del mundo, es la alegría que vitaliza el uso del espacio público. Apagar el sol es apagar la riqueza del lenguaje, de la reunión social, el calor de hogar.
Si retrocedemos a uno de los tratados occidentales de arquitectura más antiguos que conservamos, Vitruvio, ya recomendaba en el s. I a.C., tener especial cuidado con la orientación de los edificios para garantizar el asoleamiento. En sus “Diez libros de arquitectura”, encontraremos también un relato donde se expone el origen de la arquitectura recurriendo al fuego, a su calor templado, permitiendo las primeras reuniones, el nacimiento del lenguaje y de la vida en común. Quien no ha disfrutado en torno a un fuego en la intemperie de la noche, su mera presencia construye un lugar habitable en la vastedad del paisaje más inhóspito. Así como el fuego es a la cabaña, constituyendo el símbolo de lo que entendemos por hogar, podríamos plantear que el sol es a la ciudad.
Sin embargo, el escenario del “desarrollo” urbano actual pareciera haberse olvidado de los principios más elementales. Las nuevas torres de departamentos y oficinas que proliferan en nuestra ciudad, atentan contra los criterios básicos de habitabilidad y sostenibilidad. Bastaría con visualizar el crecimiento urbano en diez o veinte años más, una ciudad que se construye dándose sombra a sí misma, un “progreso” que en poco tiempo podría tornarse decadencia. Al respecto, se ha instalado una falacia argumentativa, identificando la necesaria densificación urbana, con la construcción de torres de más de 20 pisos, concentrando abusivamente la densidad sin los distanciamientos mínimos que permitan una calidad de vida razonable. No sólo por la ausencia de sol, sino también, por la pérdida de la necesaria privacidad del ámbito doméstico. Con menos de la mitad de dichas alturas distribuidas de forma armónica en una manzana, se lograrían densidades superiores a las recomendables, mejorando ostensiblemente las condiciones necesarias para una vida saludable.
La normativa actual no incorpora criterios de distanciamientos que resguarden estándares mínimos de asoleamiento. Desde una perspectiva económica, el sol, comienza a ser un bien de consumo escaso, traducible a UF, un valor agregado a la propia sombra construida por el mercado inmobiliario.
Desde una mirada estética, la luz, su resplandor, ha sido asociada a la belleza. El sol, no solo es una fuente de energía que gratuitamente nos otorga calor, nos regala con el milagro de la luz, la presencia sensible del mundo, es la alegría que vitaliza el uso del espacio público. Apagar el sol es apagar la riqueza del lenguaje, de la reunión social, el calor de hogar.
ilustración: Matías Ramírez, Concepción 2028