una sombra donde el alma se copia inmensa: capilla San José, gremio carpinteros Lo Blanco, s. XVIII, Sevilla ensayo-relato textual, 2016
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Después de retirada la piedra con trabajo,

porque no la materia sino el tiempo

pesaba sobre ella,

oyeron una voz tranquila

llamándome, como un amigo llama

cuando atrás queda alguno

fatigado de la jornada y cae la sombra.

Hubo un silencio largo…

Quise cerrar los ojos,

buscar la vasta sombra,

la tiniebla primaria

que su venero esconde bajo el mundo

lavando de vergüenzas la memoria.

Cuando un alma doliente en mis entrañas

gritó, por las oscuras galerías

del cuerpo, agria, desencajada,

hasta chocar contra el muro de los huesos

y levantar mareas febriles por la sangre…

Una rápida sombra sobrevino.

Entonces, hondos bajo una frente, vi unos ojos

llenos de compasión, y hallé temblando un alma

donde mi alma se copiaba inmensa,

por el amor dueña del mundo.

Vi unos pies que marcaban la linde de la vida,

el borde de una túnica incolora

plegada, resbalando

hasta rozar la fosa, como un ala

cuando a subir tras la luz incita.

Sentí de nuevo el sueño, la locura

y el error de estar vivo

siendo carne doliente…

Así rogué, con lágrimas,

fuerza de soportar mi ignorancia resignado,

trabajando, no para mi vida ni mi espíritu,

mas por una verdad en aquellos ojos entrevista ahora.

La hermosura es paciencia.

Sé que el lirio del campo,

tras de su humilde oscuridad en tantas noches

con larga espera bajo tierra,

del tallo verde erguido a la corola alba

irrumpe un día en gloria...

Luis Cernuda, “Lázaro”, en Las nubes, 1940

porque no la materia sino el tiempo pesaba sobre ella

Existen “lugares donde se calma el dolor”, nos recuerda Cesar Antonio Molina, paisajes que se corresponden con nuestros pasajes más íntimos. Han pasado algunos años y aún conservo con nitidez la memoria de un encuentro. Fue al “caer la sombra”, cuando “fatigado de la jornada”, seguí una voz que me llamaba por el casco histórico sevillano. Me encontré, fuera de lugar, una puerta y una columna impostadas en una esquina que me condujeron al interior de un espacio moldeado en el siglo XVIII por el gremio de carpinteros de lo Blanco.

Cómo era posible sintonizar con un espacio tan distante de la ascética desnudez, de la dogmática sinceridad tectónica, de los silencios albos entre los que mi memoria deambulaba en aquellos días. Me encontré atónito frente a una voluptuosa masa dorada del más dramático claroscuro barroco. Con su escala doméstica, con su puerta descentrada, con su sencilla nave, su bóveda y su pequeña cúpula, con sus maderas de tonos dorados, sus policromías gastadas, sus esculturas, pinturas y retablos, uno de los lugares más queridos por el pueblo sevillano para ofrecer sus exvotos.

Su arquitectura, nombrada monumento nacional en 1912, ha padecido varios intentos de destrucción, desde las reformas urbanísticas que proponían ampliar la calle (1868, 1906 y 1913) hasta el incendio durante las revueltas de la proclamación de la República (1931), sobreviviendo sólo gracias a la aclamación popular. Su cuerpo gastado -por el peso del tiempo-, su carne quemada, apenas oculta “el muro de sus huesos” de esta “oscura galería” donde los gritos y susurros de “las entrañas de las almas dolientes” encuentran sosiego en la precariedad de esta arquitectura herida, de este lugar donde “rogar con lágrimas” y “lavar de vergüenzas la memoria”. Lejos de la asepsia de buena parte de la arquitectura contemporánea, los estragos del tiempo han dejado sus huellas en la materia, cargando de memoria y humanidad la arquitectura.

una sombra donde el alma se copia inmensa

Allí me encontré con uno de los imaginarios arquitectónicos más primitivos, la caverna, la que junto al dolmen o el menhir, constituyen una de las primeras operaciones proyectuales, consistentes en modificar el mundo natural transfigurando la naturaleza en arquitectura.

Sus límites emergen de la oscuridad, como los pliegues de las túnicas de la “Resurrección de Lázaro” en la gruta interpretada por José de Ribera en 1616. En esta escenográfica arquitectura, la luz desciende a través de pequeñas perforaciones a veces ocultas, revestidas, realzando las aristas, las intersecciones, las protuberancias de sus límites, atiborrados de objetos, cuadros, reliquias, forrados por relieves de madera contorneadas, de brillos dorados, de reflejos de espejos ocultos entre sus saturados altares. La luz se desvanece por sus retablos dorados descendiendo hacia la oscuridad más profunda, invitando al mismo tiempo a ascender hacia ella, “resbalando hasta rozar la fosa, como un ala cuando a subir tras la luz incita.”

La profundidad horadada de esta “tiniebla primaria”, de esta evanescente gruta dorada, de este lugar donde la mirada se pierde, desenfocada, hacen de este interior un lugar que rehúye a ser descifrado. En su arquitectura, cabría aplicar la tesis de Pallasma -en los ojos de la piel- sobre la recuperación de la experiencia háptica, suprimiendo la visión enfocada, al igual que “la pintura barroca abre la visión con límites desdibujados, focos tenues y múltiples perspectivas, ofreciendo una invitación clara y táctil y tentando al cuerpo a viajar por el espacio ilusorio…, las sombras profundas y la oscuridad son fundamentales, pues atenúan la nitidez de la visión, hacen que la profundidad y la distancia sean ambiguas e invitan a la visión periférica inconsciente y a la fantasía táctil.”

Este espacio primario, me permitió revivir la memoria de otros lugares muy queridos. En ella revisité la dionisiaca capilla construida por Le Corbusier en Ronchamp, otra gruta, deudora de la arquitectura megalítica del dolmen y la caverna. En ella rememoré la modesta capilla lateral de una parroquia barroca de un pueblo andaluz donde transcurrió mi infancia, un espacio donde “cerrar los ojos, buscar la vasta sombra, la tiniebla primaria”, “un lugar donde se calma el dolor”, una apertura a las memorias más inasibles, “una sombra donde el alma se copia inmensa”.

una verdad en aquellos ojos entrevista

Conscientes de las distancias entre la ciencia y el arte como formas de aproximación al conocimiento, por su propia naturaleza, la experiencia arquitectónica pareciera distanciarse de la objetividad propia de la práctica científica de corte más positivista. Al respecto, cabría considerar lo planteado por Andrei Tarkovski en su clásico ensayo “esculpir en el tiempo”, si “el conocimiento científico y frío de la realidad es como un ir avanzando por los peldaños de una escalera sin fin, el conocer artístico recuerda un sistema infinito de esferas interiormente perfectas, cerradas en sí mismas. Las esferas pueden complementarse o contradecirse mutuamente, pero en ningún caso puede una sustituir a la otra…, dan testimonio de que el hombre es capaz de conocer y de expresar de quien es imagen”, reclamando como finalidad para el arte “conmoverle en su interioridad más profunda”, constituyendo “un juicio perfecto y pleno de la realidad”.

En un intento de aproximarse a la representación de una experiencia sin perder lo central de su substancia -la arquitectura se experimenta con todos los sentidos del cuerpo-, la reconstrucción verbal de este episodio arquitectónico, encontró su representación más exacta en la poética aproximación de Luis Cernuda al relato de la resurrección de Lázaro. La escritura permitiría una forma de apropiación y recreación de la realidad vivida. Ejercitar la memoria, transcribirla proyectándola, no estaría tan lejos de algunas lógicas propias del ejercicio proyectual.

Construida por un gremio de carpinteros bajo la advocación de otro carpintero, hecha de tiempo y oficio, en proceso de destrucción y reconstrucción, la capilla de San José constituye una prueba de que “la hermosura es paciencia”. Si se pudiera hablar de una arquitectura de la compasión, esta “gruta dorada” cabría dentro de esta categoría con el adjetivo de extravagante. La “oscura belleza” de su piel tatuada revestida con sobrecargados ropajes y evanescentes mascaras doradas, es evidencia de una de las virtudes más altas a las que -a mi parecer- puede aspirar la arquitectura, construir una representación verídica de una “imagen de mundo”, encarnándose como materia de experiencia, “una verdad por aquellos ojos entrevista”.

“Tras su humilde oscuridad”, “sentí de nuevo el sueño, la locura y el error de estar vivo siendo carne doliente”, por un instante la muerte no nos puede tocar, como a Lázaro, quien al salir de su gruta mortuoria -según el relato de Rilke-, “se levanto vacilante hacia la luz del día / y vio cómo tuvo que conformarse de nuevo / con esta vida aproximada e imprecisa.”